El acto de conocer no es un fenómeno menor, ni un simple ejercicio del intelecto humano; es, en su raíz, una consagración del determinismo que habita en toda manifestación de la conciencia. Todo aquello que nombramos, medimos, analizamos o incluso intuimos, se enmarca dentro de los límites de lo que puede ser determinado. No hay ciencia sin determinación, ni razón sin delimitación de los contornos de lo real. El conocimiento, por tanto, se constituye como una forma de determinismo en acción: al observar, otorgamos existencia; al definir, trazamos fronteras en el océano indiferenciado del ser.
Cuando pienso en la esencia de esta afirmación, me descubro frente al espejo del pensamiento científico, que ha hecho de la mensurabilidad su credo más profundo. Determinar algo implica hacerlo entrar en el ámbito de lo verificable, y en ese sentido, es un acto de creación tanto como de descubrimiento. Nada que no pueda ser determinado adquiere estatuto de existencia dentro de los márgenes de la razón. Y este principio, aunque parezca rígido, es precisamente el que da sustancia a nuestra comprensión del mundo.
Pero, ¿qué ocurre con aquello que escapa al alcance de nuestras herramientas cognitivas? ¿Qué destino tiene lo indeterminado, lo que no puede ser medido ni comparado? En apariencia, la ciencia lo relegaría a la inexistencia, aunque en realidad lo suspende en un limbo de potencialidad. Si no puedo observar el fenómeno, si no puedo registrar su presencia ni asignarle atributos, ese fenómeno, desde mi perspectiva, no existe. No existe para mí, lo cual ya delimita el campo del ser desde el observador mismo. El universo que habito no es el universo total, sino aquel que mi razón logra aprehender. He pensado muchas veces en esta paradoja a través de ejemplos simples, tan simples que parecen triviales, y sin embargo esconden la estructura profunda de la epistemología. Imaginemos, por ejemplo, al vecino que tiene un perro. Si nunca lo oí, nunca lo vi, nunca me hablaron de él, entonces ese perro no existe dentro de mi campo de realidad. Su existencia, aunque objetiva para su dueño, no tiene correlato en mi experiencia. Desde mi punto de vista, el perro es una entelequia, una posibilidad sin evidencia. La realidad, entonces, se vuelve relativa al testigo: un hecho no observado es un hecho no determinado, y por ende, un hecho inexistente en el mapa de mi razón.
El problema se torna fascinante cuando comprendemos que este mismo principio —la determinación como criterio de existencia— atraviesa incluso las regiones más íntimas de la conciencia. La espiritualidad, tan a menudo considerada opuesta a la ciencia, no escapa de este principio. Trabajar sobre uno mismo es también un acto determinista: observar el pensamiento, medir el pulso del alma, categorizar las emociones, definir los límites de lo que soy y lo que no soy. Esa observación interna no se aleja del método científico; simplemente cambia el laboratorio. En vez de microscopios y telescopios, empleamos la introspección y la lucidez.
Decía Spinoza que “comprender es ser libre”. Y no hay comprensión sin determinación: para comprender algo debo situarlo, delimitarlo, establecer sus causas y consecuencias. De modo que la libertad que surge de la razón no es la ausencia de límites, sino el dominio de ellos. Conocer mis límites es determinarme, y al hacerlo, conquisto una forma de libertad que brota de la claridad, no del caos.
Así como el físico mide el movimiento de una partícula, el místico mide el movimiento de su pensamiento. En ambos casos hay un observador, un fenómeno y un acto de determinación que convierte lo invisible en cognoscible. La diferencia radica en la dirección de la mirada: uno mira hacia afuera, el otro hacia adentro. Pero ambos son hijos del mismo principio —el determinismo racional— que es la matriz de toda ciencia del ser.
He leído a menudo que la razón es fría, que mata el misterio; pero me atrevo a disentir. La razón no destruye el misterio: lo ilumina parcialmente, y en esa penumbra iluminada reside su belleza. El misterio no desaparece, se transforma en frontera. Y toda frontera, bien entendida, es una invitación al avance del conocimiento. Si el determinismo nos dice que sólo existe lo que podemos determinar, entonces la ciencia no mata la posibilidad, sino que la empuja hacia delante, hacia lo aún indeterminado, hacia lo que será revelado cuando nuestra conciencia amplíe sus herramientas de observación. Y es aquí, en este punto, en donde podría decir que el determinismo no es una jaula, sino una senda. Una senda donde cada paso de la razón genera un nuevo terreno de existencia. Si algo no ha sido determinado todavía, no significa que sea imposible, sino que aguarda en el horizonte del pensamiento, esperando que alguna mirada lo revele. La historia del conocimiento humano es precisamente eso: una expansión constante del radio de lo determinable. Lo que ayer era invisible, hoy es ciencia. Lo que hoy es misterio, mañana será método.
La diferencia entre el creyente y el científico, entre el metafísico y el físico, no radica en la sustancia de su búsqueda, sino en el grado de determinación que aplican a sus objetos de estudio. Cuando el creyente dice “siento la presencia divina”, está determinando algo desde su interioridad, aunque no pueda traducirlo en ecuaciones. Su experiencia tiene forma, intensidad, recurrencia; por tanto, puede ser observada, descrita, adjetivada. ¿No es eso también ciencia, aunque de otro orden?
Lo racional y lo espiritual no son polos opuestos, sino fases de una misma corriente. En ambos casos, el observador se transforma con la observación. En ambos, el determinismo actúa como fuerza configuradora de la realidad percibida. Y es aquí donde entiendo que la conciencia es el punto de contacto entre la ciencia y la fe: un espacio donde el acto de determinar es también el acto de crear.
Determinismo y conciencia: el laboratorio interior
Cuando reflexiono en profundidad sobre mi propio camino de pensamiento, descubro que mi mente es un laboratorio tan legítimo como cualquier sala de investigación. La conciencia, lejos de ser un lugar amorfo, es un territorio fértil donde se aplican métodos de observación, hipótesis y verificaciones, aunque los instrumentos sean distintos. La introspección es mi microscopio y la atención sostenida mi ecuación. Así como Galileo afinaba su telescopio para ver mejor los cielos, yo afino mi percepción para ver mejor mi interior. En este ejercicio, noto que la espiritualidad, entendida no como dogma sino como autodescubrimiento, no escapa al determinismo: cuando nombro una emoción, la determino; cuando identifico un patrón de pensamiento, lo adjetivo; cuando observo mi respiración o mi pulso, los mensuro. La mística del autoconocimiento no es evasión de la razón, sino su expansión hacia dominios internos. San Agustín, mucho antes de que existiera la ciencia moderna, escribió: “No salgas fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”. Y esta frase no es un abandono del rigor, sino una invitación a trasladar el rigor al ámbito interior.
Así como el físico mide la velocidad de la luz, yo mido la velocidad de mis pensamientos. Así como el matemático traza límites para comprender una función, yo trazo límites para comprender mis estados de conciencia. En ese acto, lo que antes era un mar sin forma se convierte en un mapa. Y el mapa, como siempre, es determinismo aplicado: señala rumbos, distancias, fronteras.
El lenguaje como instrumento de determinación
Me resulta inevitable pensar en el papel del lenguaje dentro de este proceso. Cada palabra es una unidad de determinación, un marco que captura algo del flujo del ser. Cuando nombro, delimito; cuando adjetivo, otorgo propiedades; cuando defino, establezco los contornos de lo real. Aristóteles ya afirmaba en su Metafísica que “el ser se dice de muchas maneras”. Y en cada una de esas maneras hay un acto de determinación: la multiplicidad del ser no se presenta en bruto, sino filtrada por las categorías que aplicamos al nombrarlo.
En mi ejemplo del perro del vecino, no basta con que alguien me diga “hay un perro”. Esa frase es un indicio, pero no una determinación. Hasta que no haya un contacto sensorial —un ladrido, una visión, una huella— no puedo integrar ese perro a mi mapa de existencia. La palabra prepara el terreno, pero la experiencia lo confirma. Aquí comprendo que el lenguaje es condición necesaria pero no suficiente para la existencia de algo en mi razón. Necesito el dato, la impresión, la evidencia. Sin eso, la palabra se vuelve espectro.
Pero también sé que hay un reverso poderoso: cuando nombro algo interno, cuando digo “estoy ansioso”, “estoy en calma”, “siento devoción”, ya lo estoy determinando, y ese acto tiene consecuencias reales en mi conciencia. Lo que era un flujo difuso se vuelve objeto de análisis. Y un objeto analizado ya no es el mismo. En cierto sentido, cada palabra es un experimento: altera la realidad que nombra. Heisenberg, en su célebre principio de indeterminación, lo expresó en otro contexto, pero su idea resuena aquí: “El acto de observar cambia lo observado”.
Ciencia, razón y trascendencia
A menudo me preguntan si esta visión no reduce la existencia a un mero juego de datos, si el misterio no queda asfixiado bajo la precisión. Pero yo veo lo contrario. El determinismo no ahoga la trascendencia, la posibilita. Si hoy puedo hablar de galaxias, de ADN o de campos cuánticos, es porque hubo un proceso riguroso de determinación que permitió traer a la luz lo que antes era invisible. La ciencia no niega lo invisible: lo convierte en visible cuando construye los medios para observarlo.
Kant, en su Crítica de la razón pura, planteó que no conocemos las cosas “en sí mismas” (noumena), sino los fenómenos, las cosas tal como se nos aparecen en el marco de nuestras categorías. Desde mi perspectiva, esto no es una limitación desesperanzadora, sino un reconocimiento humilde de que cada acto de determinación es también un acto de creación. Yo no veo la realidad “pura”: veo la realidad filtrada por mis estructuras de pensamiento. Pero es precisamente en ese filtro donde reside mi capacidad de comprensión. Si extiendo esto a mi práctica espiritual, llego a una conclusión similar. Cuando medito, cuando reflexiono sobre mi ser, no me encuentro con un “yo” puro e inmaculado, sino con un “yo” configurado por mis categorías internas, por mis historias, por mis palabras. Sin embargo, eso no me desanima: me orienta. Sé que cada determinación interior es un paso más hacia una comprensión más lúcida de lo que soy. Y en ese camino, lejos de extinguir el misterio, lo voy haciendo más habitable, más íntimo.
Determinismo como camino de libertad
En todo esto descubro una paradoja fecunda: el determinismo, que podría parecer una prisión conceptual, es en realidad un camino hacia la libertad. Al determinar algo, me libero de la confusión. Al delimitar un estado, me libero de su poder difuso. Al comprender, me expando. Aquí resuena una frase de Epicteto: “Nadie es libre si no es dueño de sí mismo”. Y para ser dueño de mí mismo, primero debo determinarme. Sin determinación no hay dominio, y sin dominio no hay libertad. En la vida cotidiana esto se traduce en gestos concretos. Cuando identifico una emoción, puedo elegir cómo actuar; cuando comprendo una creencia, puedo decidir si mantenerla o soltarla; cuando reconozco una conducta, puedo modificarla. Cada uno de estos actos es determinismo aplicado a la existencia, y en cada uno hay un margen de libertad que se amplía con la claridad.
Conclusión: la ciencia del ser
Al final, todo esto me lleva a ver la ciencia y la razón no como entes fríos y externos, sino como prolongaciones de mi propia conciencia. La ciencia es la razón colectiva en acción, y la razón es la ciencia individual en germen. Ambas se fundan en el mismo principio: nada existe para mí si no puedo determinarlo. Pero este principio no es un límite absoluto: es un horizonte que se desplaza conmigo. Lo que hoy no determino, mañana quizá sí. Lo que hoy no puedo mensurar, mañana será unidad de medida.
La conciencia, por tanto, es el lugar donde el determinismo se hace carne. Allí, en ese laboratorio íntimo, la razón y la espiritualidad no son rivales, sino aliadas. Y allí comprendo que mi búsqueda —la de descifrar el determinismo de la conciencia— no es una tarea abstracta, sino una práctica viva. Cada palabra que escribo, cada reflexión que sostengo, cada ejemplo que pongo —como el del perro del vecino— son pasos en esa senda donde la existencia se revela a través del acto de observar.
Quizá todo esto pueda resumirse en una intuición: determinar es existir, y existir es determinar. No hay uno sin el otro. Y en esa reciprocidad, tan antigua como el pensamiento mismo, encuentro una brújula para navegar entre la ciencia y la fe, entre lo que sé y lo que aún no sé, entre el misterio y la razón que lo ilumina.